18/5/09

El problema del descafeinado


“Dos cañas y un descafeinado de máquina con leche, por favor”.

Es incómodo, largo, prolijo, arduo de recitar en medio de la barra de un bar atestado de gente que anda, como tú, persiguiendo la atención del camarero para que le sirva. Heroico, diría. Y la culpa la tiene como siempre el maldito Manolo con su puñetero descafeinado. ¿No podías pedir otra cosa, Manolo?
Y es que todos sabemos que en esos casos y en esos bares de urgencia lo que hay que tomar son cosas que tengan nombres breves, contundentes, fáciles de recordar... Como, por ejemplo, “dos cañas y uno con leche”, a secas.
Sí, indudablemente, el término “descafeinado de máquina” es una expresión que necesariamente tendrá que ser sustituida por alguna otra más sintética, seguramente compuesta por una sola palabra. Siempre ha sido así. Gastar tres palabras para nombrar un concepto de uso universal, cotidiano, popular y muy solicitado (y un camarero sabe hasta qué punto esto es así, dado el número de veces que tiene que escucharlo y decirlo a lo largo del día) resulta insostenible. El lenguaje es algo plástico y vivo: las palabras se modifican, se olvidan, se renuevan, y también se crean constantemente.


No vamos a proponer aquí, por supuesto, pretenciosas soluciones al problema, ni arrogarnos siquiera la autoridad para sugerir términos alternativos. Eso le corresponde al hablante desconocido, al usuario, a la gente de la calle. Es él quien tiene la palabra (y nunca mejor dicho). No son tiempos, creo yo, de imposiciones académicas verticales ni de concursos. Como aquél de los años sesenta, en pleno franquismo, que promovieron Televisión Española y otros medios de comunicación conminando a la población a que se estrujase las meninges para solucionar un problema que había herido el orgullo patrio. Resultó que, al comienzo del auge de los Consejos Reguladores de Denominaciones de Origen, las leyes internacionales decidieron que era ilegal llamar coñac a cualquier licor que no hubiese sido cosechado y elaborado en la famosa región francesa del mismo nombre (Cognac). Como también sucedió con el champagne y con tantos otros productos cuyo nombre estaba asociado a una región concreta, incluso en nuestro propio país. Fue así que en nuestra España, sobre todo en la zona de Jerez, se quedaron huérfanos de terminología para denominar a una bebida que allí se fabricaba con casi todos los atributos del coñac (salvo la procedencia de la uva), y que hasta entonces había venido llamándose, claro, coñac. No recuerdo ya las decenas de términos que la aportación popular propuso, a cual más sesuda, más ocurrente o más chusca, para restañar la herida infligida por el vecino galo, y sobre todo para que luciese con todo orgullo en las etiquetas de las botellas de Osborne, Terry y Domecq. Sí recuerdo, creo, el que ganó: Jeriñac. Así como suena. Naturalmente, vista la brillantez del resultado final del concurso, los cosecheros andaluces se pasaron la palabrita por el arco del triunfo, supongo que con una esmerada sonrisa de medio lado, y dijeron que tururú. No sé lo que pone ahora en las botellas. Brandy, ¿no?
Pero regresemos a nuestro particular no-concurso (por el momento) destinado a reflexionar sobre lo del descafeinado de máquina. En primer lugar hay que suponer que, para que la sociedad se digne en otorgarle a algo una palabra específica, personal e intransferible, ese algo debe estar lo suficientemente establecido en la vida real como para que merezca tal esfuerzo. Es decir, que luego no vaya y desaparezca. La implantación del consumo del descafeinado de máquina parece que ha pasado ya esa necesaria fase de prueba, aunque no a velocidad de vértigo, todo hay que decirlo. El D. de M. empezaron a ofrecerlo sólo algunos establecimientos decididamente vanguardistas y escogidos. ¿Hace unos diez años? No sé. Pero luego se ha ido extendiendo y actualmente hay pocas cafeterías que no tengan un molinillo eléctrico y un dosificador de café supletorio. También se vende, molido o en grano, para uso doméstico. Todo ello con el consiguiente quebranto para los fabricantes de sobrecitos de descafeinado instantáneo, en vías de desaparición. En definitiva, que el producto está suficientemente introducido, aquí y en todo el mundo industrialmente desarrollado. Y no da la sensación que vaya a desaparecer de un día para otro, sino más bien, todo lo contrario.
Que también es otra posibilidad: si la demanda de sobrecitos de instantáneo se vuelve absolutamente minoritaria en los bares, entonces podemos quitar tranquilamente lo de máquina o lo de exprés de nuestro pedido y ya está, se abrevia la cosa. Pero aún no sabemos si esto sucederá.
La solución no se prevé fácil. Yo probé, por ejemplo, el otro día a decir “un máquina con leche”, pero no me entendieron. También es cierto que en aquel bar no tenían más que sobrecitos. Tengo que intentarlo en otros locales. Lo hago nada más que por simple curiosidad lingüística, porque la solución me parece espantosa y, desde luego, no creo que vaya a cuajar. Tomarse, de sobremesa, un líquido negro metido en una tacita cuyo nombre haga referencia exclusiva a las máquinas y a lo mecánico, no parece muy placentero. Parece que te estés bebiendo la grasa que exuda, gota a gota, la caldera de una vieja locomotora.
Los franceses piden un “déca express”, con esa tendencia suya, para mí abominable y cursi, de acortar las palabras y dejarlas en dos sílabas o, preferiblemente, en una. Décafeiné pasa a ser déca, como faculté pasó a ser fac, garçon a gar y cientos de ejemplos más. De todas formas tampoco es definitiva la solución, creo yo. Son dos palabras en vez de nuestras tres, y más cortas, pero así y todo, resulta demasiado prolijo. “Un déca express au lait” sigue siendo muy largo. (Aún me maravilla esa otra manera de pedir café que oí una vez en una terraza en París: “un p’tit café tout noir”, y que traducirla sería traicionarla de veras).
Los ingleses y norteamericanos andan con idéntico problema. También ellos acortan la palabra decaffeinated y la dejan en decaf. Y si les traen una taza con un sobrecito, lo que al parecer es cada vez menos probable, dicen que no, que lo quieren fresh. Seguramente, ellos, que se adelantan en todo, así ya lo han solucionado. Pero claro, nosotros no podemos pedir un “descafeinado fresco”. Nos pueden mandar a hacer puñetas.
Por otra parte, en español tampoco sirve “café light expreso”, siendo light una palabra corta, para nosotros de una sílaba. Light, anglosajona ella, se ha quedado para el tabaco. Y está bastante afianzada. Aquí no ha funcionado el “bajo en nicotina” ni tampoco el “ligeros”, salvo para que aparezca formalmente escrito en las cajetillas, aunque ahora la prohiban. Y continuando en el asunto de los productos light, que son de nuevo cuño y cuya aparición tanto escándalo originó (se hablaba incluso, en tono apocalíptico, de una maldita generación light, sin sustancia, no hace más de diez años), tampoco los consumidores de cerveza sin alcohol ha encontrado un término claro y sintético que echarse a la boca. “Cerveza sin”, proclamaban los anuncios de estas bebidas, intentando promocionar una fórmula asequible e indolora. “Bitter sin”, pretendían apuntalar los del aperitivo. “Coca cola sin”, sobreabundaban los propios. Y luego los “sin” azúcar: yogures, chicles, caramelos..., los “sin” grasa (o “sin” colesterol): leches, panes y peces. Y era evidente que lo del “sin” detrás de cada mercancía no era más que una expresión pseudopopular inventada por un bien pagado creativo publicitario. Porque, como resulta evidente gracias a estos casos, los industriales y sus asesores propagandísticos son los primeros que tienen clara conciencia de que para que un producto de consumo logre el éxito es necesario que tenga un nombre conciso y que llegue a las masas. Y, como ven, no nos estamos refiriendo al nombre de marca (que eso ya les lleva semanas y meses de profunda reflexión, utilizando todas las técnicas de sondeo que tienen a su disposición), sino al producto genérico. Con lo cual están ejerciendo unas funciones de lingüistas que ni siquiera la Real Academia se atreve ya a arrogarse. Osados que son. Y, para mí, manipuladores. Pero ni con esas. Al final, la gente dirá lo que le venga en gana. Y si no, al tiempo.
Y es que se supervalora el poder de la publicidad. No digo yo que no tenga influencia en las mentes de todos nosotros, los consumidores. Mucha. Pero también recuerdo —y espero que muchos de ustedes conmigo— los ingentes esfuerzos que hizo una compañía italiana de bebidas para introducirse en nuestro país, sin ningún éxito. Años y años de múltiples y supongo que carísimas campañas publicitarias en todos los medios, con cabezonería, sin desánimo, con fe en la eficacia del masaje permanente (recordemos el axioma publicitario de “el mensaje es el masaje”), y yo jamás vi a nadie, en mi vida, pedir un Cinar. Ya digo, años y años intentando convencer a los españolitos de que aquella bebida aperitiva hecha a base de alcachofas era algo elegante, moderno, esportivo y exquisito. ¿Alcachofas? Si aquí las alcachofas se toman con picadillo de jamón y caldito en las largas noches de invierno...
Bien. Estaremos atentos para saber en qué acaba esto del “descafeinado de máquina con leche”. Y si alguno de ustedes ha escuchado en una cafetería alguna fórmula expresiva que le haya sonado bien, no dude en comunicármela a través del correo electrónico (una vez superado por fin lo del maldito e-mail). Por pura curiosidad.

2 comentarios:

  1. En Madriz he oído pedir "un miserable", osease, un descafeinado de maquina con leche desnatada y sacarina; la suma de aguas sucias más algo que endulza pero... Seguido de una desconcertante ración de porras.
    saludos

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  2. Magnífica aportación, rohm2222. Yo a ese bebedizo que citas (aunque la verdad es que nunca lo he oído pedir en un café) creía que lo llamaban "desesperado".

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por Miguel Ángel Mendo

Reflexiones y ocurrencias sobre el idioma (español).