Recuerdo que el dolor era cada vez más fuerte y que yo me había empezado a asustar. Hablo de cuando viajé a Inglaterra por primera vez en mi vida a ver a mi chica, que ese verano había decidido ir a trabajar a Londres. Se había ido con otra compañera de la facultad que estaba enamorada de ella, y trabajaban en un restaurante de Baker Street (el “Sherlock Holmes”, se llamaba, naturalmente). Era lo único que yo sabía. Recuerdo que tomé el tren en París (yo ese verano había estado trabajando a mi vez en un supermercado del barrio de Pigalle), luego el ferry y luego otro tren que me dejó en Victoria Station. Cuando digo que era lo único que sabía, hay que incluir en mi absoluto desconocimiento también el idioma, pues en los colegios, por aquellas épocas, sólo se estudiaban como lenguas extranjeras el latín y el francés. Lo dejaré meridianamente claro con un ejemplo que ilustra cómo fue mi llegada: yo, como los paletos de antes, preguntaba la dirección (Baker Street) mostrando a cada transeúnte con el que me cruzaba un papel –pues ya había comprobado que pronunciar con mil tonos diferentes el nombre de la calle solo provocaba en mi casual interlocutor un final encogimiento de hombros– y, tras escuchar educadamente su perorata de indicaciones, referencias y giros, absolutamente ininteligible para mí, me despedía con un amable “cenquiu” y me dirigía hacia donde su mano había estado señalando con mayor insistencia. Luego, en el siguiente cruce de calles repetía la operación. Así hasta alcanzar mi destino, donde “mis chicas” me invitaron a desayunar opípara y para mí exóticamente en el propio restaurante.
Pues bien, a lo que iba. Ya instalados en su flat, un día, al cabo de una semana, me comenzó un tremendo dolor en una encía. Aquello se estaba hinchando inquietantemente. Necesitaba con urgencia que un médico me hiciese una receta para un antibiótico. Por supuesto, en Madrid, como en cualquier pueblo de la España de entonces, yo hubiese ido directamente a la farmacia, lo hubiese comprado y santas pascuas. Adiós al flemón. Pero en un lugar tan civilizado como era la Inglaterra de finales de los años sesenta (y ahora también en este país de nuestras carnes) para conseguir una simple caja de bristaciclina se necesitaba una receta médica. Aquella mañana mi chica ya se había ido a trabajar, nuestra amiga se había vuelto hacía días a Madrid y yo estaba que me subía por las paredes de dolor. ¿Qué hacer? Pues lo más lógico, dado que andábamos siempre justísimos de dinero: busqué en la guía el hospital público más cercano, que estaba a unas pocas calles, y decidí ir. Recuerdo que me sentía absolutamente desamparado frente a aquella situación tan simple. Porque me sabía incapaz de explicarle al médico qué era lo que me pasaba, y que necesitaba un antibiótico. Y aquí viene la adoración que desde entonces profeso a los diccionarios. Solo, en aquel cuarto enmoquetado, abandonado por todos, busqué en el pequeño y amarillo Longman que días antes me había comprado, las palabras dolor y enfermedad: pain e illness. Las memoricé, las ensayé frente al espejo y, armándome de valor, encaminé mis pasos hacia el hospital. Era un lugar viejo y destartalado, tipo hospital de San Carlos (lo que ahora es Museo Reina Sofía), perfectamente acorde con las sensaciones de miseria de emigrante que por entonces provocaba en el extranjero todo aquello que tuviera que ver con la España de Franco. No tuve que esperar, pues no había nadie más. El doctor, que era el individuo más desabrido y desconfiado que nunca conocí, me hizo pasar y me sentó ante él y bajo una ventana cuyo alféizar estaba como a dos metros del suelo. Yo abrí la boca, señalé con el dedo mi encía y dije pain, y poco después dije illness. Naturalmente, para decirlo, ambas veces tuve que sacar el dedo de la boca. ¡Pues bien, me entendió!
Traficante de antibióticos
Pero el tipejo aquél no le dio ninguna importancia a mi inflamación (y además debió de pensar que me dedicaba al estraperlo de medicamentos, como Harry Lime en “El tercer hombre”). Lo supe después, cuando fui con mi recetita a esas farmacias tan raras que tenían allí (llamadas ‘Boots’, creo recordar), donde me dieron un simple bote de aspirinas. Y, claro (para rematar ya la historia), la boca se me puso como un tomate reventón. Tanto fue así que, unos días después, de viaje a York en autostop y parando en los albergues juveniles, en no sé qué ciudad, decidimos ir a la consulta privada de un dentista que, este sí, muy amable, se echó las manos a la cabeza al ver el desaguisado de mi boca, maldijo a la sanidad pública y nos dio una receta para un antibiótico. Encima el hombre no quiso cobrarnos nada. Infinitas gracias vuelvo a darle, ahora desde este lado del tiempo.
Disculpen toda esta retórica, que me parecía imprescindible para explicar, de forma emocional, lo que significan para mí los diccionarios. Es, además, una historia real.
Yo soy muy poco mitómano de casi nada. Ni siquiera de los libros, al contrario que tantos escritores. Que no se enfade nadie ni se sulfure, pero he vendido, he regalado, he tirado a la basura libros que ya había leído y que sabía (o pensaba) que no iba a volver a leer y/o que no iba a leer jamás. Muchos. Casi todos. La verdad es que vivo en una casa muy pequeña ahora. Y pienso que si necesito un libro lo podré encontrar, o en la cuesta de Moyano o en las librerías de viejo o en las bibliotecas (tengo a tiro de honda la Nacional y, a veces, paso allí dentro largas temporadas). No me duele deshacerme de los libros. Pero, cuidado, este desabrimiento, este desapego desmitificador no reza con los diccionarios. Los guardo como oro en paño y los mimo y los consulto (o los leo) como otros atesoran, cuidan y releen novelas, manuales o libros de autoayuda. (Bueno, olvidaba decir que también conservo los de poesía.) Y allá que los acarreo todos, cuando me traslado a una nueva casa.
Y es que en primer lugar los diccionarios son libros de códigos. [Código. 4. Conjunto de signos y reglas para su combinación que permiten expresar y comprender un mensaje: ‘El código lingüístico. El código morse’. (Diccionario de uso del español. María Moliner).] Es su más básica y seguramente más antigua función. Son llaves muy específicas para las exclusivas cerraduras que cierran o abren puertas a la comunicación, al entendimiento entre los seres humanos. Ahí es nada. De eso hablaba cuando conté la anécdota de mi flemón. Pero no solamente son códigos para entenderse en diferentes idiomas, sino también para ampliar el vocabulario y expresar y comprender más matices de más ideas o emociones. Además de mis diccionarios de referencia usuales y mi buen número de diccionarios de idiomas, tengo que añadir aquí, por ejemplo, mi maravilloso “Diccionario lunfardo”, de José Gobello.
Y es que los diccionarios son libros de antropología. Los usos y las costumbres de los hablantes de determinada lengua están consignados en sus frases adverbiales, por ejemplo, con una nitidez y una riqueza de matices tal que no existe ningún estudio antropológico más revelador. Véanse las frases hechas del inglés de Inglaterra y se entenderá su idiosincrasia mejor que consultando doscientas guías turísticas. Incluso pueden servir para estudiar a fondo determinados segmentos de la sociedad en determinadas épocas. Mi “Tesoro de villanos, o Diccionario de germanía”, de Inés Chamorro es, para mí, el mejor retrato de la vida, las costumbres y la filosofía vital de los rufianes y delincuentes de la España de los siglos XVI y XVII. Los tres volúmenes de mi “Diccionario de autoridades”, compuesto entre 1726 y 1739, además de ser un magnífico libro de historia de la literatura hasta esa época, nos muestran en toda su profundidad y amplitud la panoplia de valores y actitudes sociales que su vocabulario destila.
Facultad de (las) letras
Y es que los diccionarios son libros de historia. A través del estudio diacrónico de las palabras comprendemos cómo ha ido evolucionando el pensamiento de un pueblo y la forma de entender y expresar el mundo. Mi “Breve diccionario etimológico de la lengua castellana”, de Joan Corominas, y mi “Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española”, de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor son para mí los mejores libros de historia.
Y es que los diccionarios son libros de poesía. Son tan finas y sutiles, y bellas en definitiva (tiernas, crueles, irónicas, dulces…), las imágenes mentales que sugieren la mayoría de los dichos y, atención, no solamente los dichos o construcciones verbales, sino las palabras en sí mismas y en relación con sus significados, la sonoridad y la estructura intrínseca de cada vocablo, que es como para quedarse atónito. Mi Casares, mi María Moliner, o incluso mi DRAE dan buena cuenta de todo ello. Por cierto, hace unos meses salió a la luz una iniciativa muy interesante, que llegó a los principales medios de comunicación: “elige la palabra más bella”, era la convocatoria. No me interesa tanto lo que votó la mayoría como las propuestas de algunos invitados (escritores y poetas). Y aportaron verdaderos poemas –más hiperbreves imposible–: azahar, barbilampiño, camino, azacán, espléndido, califa, cristalino, jarro, mórbido… Debería haber trascrito aquí cada una de estas palabras en una línea, o mejor dicho, en una página, para darles su importancia, para que respirasen y se esponjasen a sus anchas, permitiéndolas desplegar todos sus aromas, pero me temo que el director de la revista me habría echado los perros. No estamos para tanto dispendio.
Y es que los diccionarios son libros de filosofía. Las palabras representan, designan también símbolos, o sus desarrollos en forma de mitos. Y, como se dice en el prólogo de mi “Dicccionario de los símbolos”, de Chevalier y Gheerbrant, “el símbolo es el fundamento de todo cuanto es. Es la idea en su sentido originario, el arquetipo o forma primigenia que vincula el existir con el Ser.” Por ejemplo, la palabra ‘flecha’, o mejor dicho, el concepto de flecha o saeta, en cualquier idioma que se diga, es símbolo de penetración y apertura, símbolo del rayo, símbolo de conquista, símbolo de dirección y sentido, símbolo de celeridad, símbolo de muerte fulminante, etc… Porque dicha palabra, dicha idea despierta esas precisas “inefables concomitancias en el corazón del hombre genuino”, por debajo (o por arriba) de su mero significado verbal. Debo decir que me interesa más éste que he citado (por ser mas jungiano y más completo) que el “Diccionario de símbolos” de Cirlot, que me parece que echa mano del psicoanálisis en demasía.
Y es que los diccionarios son libros de relatos. Mi “Tesoro de la lengua castellana o española” de Sebastián de Covarrubias (publicado por primera vez en 1611) es quizá la mejor muestra de ello. Basta con leer las ocho páginas que le dedica a la entrada ‘elefante’, por ejemplo, para sentirnos inevitablemente sumergidos en ese tipo de magia que sólo un narrador en estado puro puede transmitirnos. Es, y lo digo con toda sinceridad, uno de mis libros de lectura preferidos.
Y aún más cosas son los diccionarios. Por ejemplo, tratados de lingüística, o de filología. Véase si no mi raro “Diccionario de voces naturales”, de Vicente García de Diego, una especie de diccionario universal de las onomatopeyas con innumerables, evidentes y doctas pistas para descubrir, por mediación de ellas, el origen de las palabras. O mi “Dictionary of Phrasal Verbs”, de Rosemary Courtney, o mi “Diccionario etimológico de los sufijos españoles”…
¿Más? Sin duda hay mucho más que descubrir en el interior de los diccionarios de la lengua y de las lenguas, a lo cual, desde aquí les invito y les animo. Yo, por mi parte, estoy deseando que aparezca publicado este artículo, que salga a la luz el número monográfico al que he sido amablemente invitado a colaborar. Fundamentalmente para poder leer con casi insana avidez el resto de las aportaciones sobre un tema que, como espero que hayan advertido, me apasiona.
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s(w)e-. (…) 6. Con alargamiento y sufijo sweed-yo- Gr. έθνος: propio, personal [<’particular de uno mismo’]. idioma ‘lengua propia de una nación; idiota ‘ignorante’; orig. ‘ciudadano común y corriente’; idiotismo ‘giro o construcción peculiar de un idioma’ (…) idiosincrasia (…) (Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, Edward A. Roberts y Bárbara Pastor)
TUING. Es onomatopéyico el ingl. tuinge ‘producir un dolor punzante, oprimir’. Son también onomatopéyicos el medio alto alemán twingen ‘apretar’, alemán zwingen ‘punzar, apretar, cuasar dolor, anglosajón thuingan ‘id,’, danés tuinge ‘id.’. (Diccionario de voces naturales. Vicente García de Diego)
LLAMA I ‘lengua de fuego’, 1220-50. Del latín FLAMMA íd. DERIV. Llamarada, 1490. Llamear, h. 1250, llameante íd. Cultismos: Flámeo. Flámula, 1579-90. Inflamar, 1438, lat. inflammare íd (…) (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Joan Corominas) [Y también flemón, añado yo.]
FÍSICO. (…) Por otro nombre los llaman doctores, y por ellos está el sinificado por excelencia, por la precisa necessidad que ay de que sean muy doctos, más que los graduados en teología o derechos; porque si yerran los primeros, ay recurso a la Yglesia, y al Santo Oficio, y si los segundos ay apelación para el juez superior; pero el error del médico es irremediable, y al punto se lo cubre la tierra, sin que haya quien se lo pida [reclame] (…) (Tesoro de la lengua castellana o española. Sebastián de Covarrubias)
ESPINO 1 Hospital: «andando a la flor del berro, / la condenaron a çarça / y en el espino la han puesto» (Hill LXXXV, 24). La venta de la zarza era el hospital para curar enfermos de venéreas; allí se les daba el agua de zarza como medicina curativa. Por analogía se le dijo también al hospital espino. (Tesoro de Villanos. María Inés Chamorro)
LOFIAR. Lunf. Estafar, pedir o sacar con engaño dinero o cosas de valor (“…y aprendist’el shacamiento y a los logis a lofiar.”, Aprile, Arrabal…, 56) Parece representar un cruce de filar y cafiolo (cafiolo > cafiolar > fiolar > lofiar). (Diccionario lunfardo. José Gobello)
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