Me gusta la palabra ‘trujamán’. Un trujamán no es un traductor de textos, propiamente hablando, pero tiene que mucho que ver. Era, antiguamente, un intérprete (de lenguas). También, según María Moliner, 2. Persona experimentada que aconsejaba a otras en los negocios e intervenía como mediador en los tratos de compras y ventas. Curiosamente esta segunda acepción se aproxima bastante más, en términos metafóricos, a lo que yo hago cuando ejerzo el viejo oficio de traductor. Además de trasladar al idioma español (en mi caso) mensajes redactados en otros idiomas (inglés o francés, en mi caso), sé que tengo que hacer de mediador entre el autor de dichos mensajes y el futuro lector hispanohablante. Trujamaneo (existe el verbo) de lo lindo. Si bien es cierto que no aconsejo directamente al autor en su negocio de la escritura (negocio como ocupación, la acepción más noble), sí lo hago de forma indirecta, sin comunicarme con él, adivinando sus más profundas intenciones (como debe hacer un buen trujamán) literarias. Sólo que, mis consejos, en lugar de consejos, acaban siendo decisiones prácticamente irrevocables.
También he visto el panorama desde el otro ángulo. Y es una experiencia que ha contribuido a que me tome mi papel de traductor con la mayor responsabilidad. Como autor, sabes que tienes que confiar en el traductor que ha vertido tus escritos al alemán, al inglés, al italiano… Una persona a la que no conoces y a la que probablemente nunca conocerás. Que ni siquiera tú has elegido. Un nombre que aparece en letra pequeñita en la cuarta página del libro. Alguien al que imaginas que tuvo que pelearse con las palabras de la misma forma en que tú te peleaste (con otras, en otra lengua) en el momento de la creación. Más no puedes intuir. Es gracioso ver tu libro escrito en un idioma que no conoces en absoluto. Que no entiendes casi ni una sola palabra. ¿Esto lo he escrito yo? Sí… y no. Por medio ha habido un trujamán. Un negociador de palabras. Alguien que, sin llegar a decírtelo, te ha aconsejado que la mejor forma de decir esto, el mejor modo de transmitir lo más fielmente posible esto otro, es el que él ha decidido.
Porque, como ocurre en tantas otras batallas y amoríos a los que nos enfrenta la vida, la fidelidad es algo imposible. Y seguramente insoportable. La fidelidad absoluta a un texto lo convertiría en algo insípido, aburrido, casi ilegible. Rígido y servilmente falso. Como en las relaciones sentimentales. Un sabio amigo mío dice que la fidelidad es cosa de perros, que los humanos no debemos pretender comportarnos de un modo tan sumiso y predecible. No es que sea un desalmado, no: él propone a cambio el concepto de lealtad. Es la no traición al vínculo en su nivel más acendrado y profundo lo que importa. La no traición, en este caso, a la literatura que engendró el autor. A aquello que, despojado de adjetivos, pronombres y verbos, y de idiomas, queda en el regusto del alma después de haberlo leído.